Era el año del mundial, el año en que murió el último
guerrero. Los gigantes telefónicos compraban paradas de metro como si
fueran bolsas de pipas. Los filtros fotográficos hacían la realidad aun
más bella, y el setenta por ciento de la población mundial había sido
infectada por un virus que los hacía correr de un lado a otro con
cronómetros de muñeca, como si un batallón alienigena les persiguiera.
Tu
cumplías treinta y tres, la edad de Cristo, y yo conquistaba la capital
después de siglos a las puertas. Tenías aquella barba siempre perfecta,
en la que me gustaba meter los dedos, hacerlos desaparecer, jugando
como en un saco lleno de paja cobriza. Y la sonrisa. Siempre la sonrisa.
Como un aspersor de tranquilidad, de calma mentolada, aunque fuera todo
ardiera, tú siempre estabas lleno de agua fresca. Yo tenía la cabeza
dura, la piel de melocotón y manos ágiles
de alfarera. Nos corría la vida entre los dedos, entre las piernas.
Masticábamos la felicidad como el cereal, despacio, y respirábamos
profundo hasta que dolía.
Era
cuatro de mayo de 2014 y nos fundimos en un abrazo eterno, como dos
osos milenarios antes del último de los inviernos. Eso y tu pecho es lo último que
recuerdo. Quizá sea porque todo lo demás no importa.
Felices 33...